jueves, 1 de enero de 2015

El Calvario, Izúcar de Matamoros

La estación del ferrocarril fue durante muchos años el punto de reunión obligado de los viajeros que llegaban o salían de la ciudad de Izúcar. En este sitio, como en cualquier lugar de México, se concentraban mercaderes ambulantes que corrían al encuentro de la máquina que llegaba a la estación con su lento y pesado andar de acero, a ofrecer su mercancía a los curiosos pasajeros que, apiñados en las ventanas, miraban como estiraban los productos casi hasta sus caras y desde esta posición también revisar todo a su alrededor con el propósito de conocer o reconocer el lugar al que arribaban.

En esos momentos entraba al vagón de pasajeros el garrotero principal de la estación. Vestido de riguroso traje azul marino, con su insustituible kepí estilo militar, indicaba a grito pelón la plaza a la que habían llegado. ¡Estamos en Matamoros, los que vayan a quedarse aquí inicien su descenso, contamos con diez minutos para estar en el patio! Que todos tengan buenas tardes. Paso siguiente, los que habían llegado a su destino se ponían de pie. Inmediatamente alineaban su ropa, tomaban sus maletas, bolsas o bultos, y bajaban del carro de pasajeros. Una vez instalado en el patio alzará la cara y estirará el cuello para poseer una mejor visibilidad del lugar, pero sobre todo para reconocer a quien lo hubiera ido a recibir. Qué lejos se veía cuando por primera vez llegó la máquina de vapor a Izúcar, entonces en el lugar conocido como “La Bandera”, muy cerca del templo de Santiago, allá por el año de 1891.

La construcción de esta vía férrea beneficiaría no solo a Izúcar sino a varias localidades que estaban al paso del ferrocarril. En los primeros años, el tren partía de un punto denominado “San Miguelito”, en la garita de la ciudad de Puebla, los pasajeros podían abordarlo. Una vez construida la estación del interoceánico (entre 1886 y 1887), y comparadas (sic) las acciones del ferrocarril matamorense, los pasajeros lo abordaban en dicha estación…

En Matamoros había una estación llamada ‘de bandera’, que se mantuvo muchos años, hasta principios de este siglo que se construyó el edificio para la estación de este ferrocarril. Este tren recorría lento, pero más rápido que las recuas, los 78 kms. 396 mts. De Puebla a Izúcar de Matamoros. Se trataba de una locomotora de vapor de vía ancha, realmente un transporte moderno, ya que la mayoría de los ferrocarriles en este estado eran de tracción animal.

Para cuando Don Arturo Márquez Aguilar llegó a la estación de Izúcar, a finales de 1935, seguramente el paisaje no habría sufrido modificaciones aparentes, las mismas cañas que verdeaban el campo, los campesinos y su vestimenta de calzón de manta similar a los que portaban en el siglo pasado, justo antes de la revolución. Quizá, los cascos de las haciendas arruinándose, dónde se habían concentrado en el pasado ejércitos de gente, sí daban una impresión distinta al paisaje venido desde el siglo XIX.

Ahora esto se miraba esto en un viaje que desde Puebla el tiempo empleado en el trayecto era de cinco horas, seis para efecto de los que llegaran de Cuautla. El trayecto en tren era en sí mismo una odisea. Había que prepararse mentalmente para soportar los trayectos, pues en los ferrocarriles mexicanos parecía no tener importancia el espacio y el tiempo utilizado en la transportación de pasajeros.

En este lugar una vez que la máquina desalojaba el patio de la estación, la primer visión que se presentaba al visitante eran las paredes de un templo católico completamente abandonado. Su atrio, por no haber sido utilizado para el culto religioso, pasó a ser ocupado como bodega y almacén en parte de los talleres del propio ferrocarril, como una extensión de sus instalaciones. Era igualmente una empresa de extracción de cal, que, como bodega, se había instalado desde hace muchos años en el lugar, y que de manera abusiva llenaba todos los rincones de este lugar con su polvo blanco y volátil.

El nombre de esta iglesia coincidentemente hablaba sobre el estado en que se encontraba el sitio. El Calvario era como se conocía al templo, tal vez porque desde allí iniciaba un ascenso cada Semana Santa hasta la punta del cerro del mismo nombre, siendo una cruel referencia esa coincidencia, pues el estado que tenía la iglesia igualmente lo ameritaba. Así era ésta a finales de 1935.

El lugar, como señalamos anteriormente, fue olvidado por los pobladores desde la época de la Revolución de 1910, ya que iniciada ésta, el templo, por ser un lugar clave por su posición en la vía del ferrocarril, va a ser ocupado indistintamente como cuartel general de las fuerzas que ocupan la población.

Emiliano Zapata va a poner una atención especial en ese lugar, ya que el poseer el resguardo de este punto le permitía dominar prácticamente la entrada a las ciudades de Atlixco, Puebla y Tlaxcala, al mismo tiempo que mantiene controlado todo el cruce carretero que va o viene hacia el sur poblano, la mixteca baja y la región de la montaña de Guerrero.

Esta situación no va a pasar desapercibida para las fuerzas contrarias al caudillo del sur, por tanto también esta iglesia va a ser cuartel en su momento de los ejércitos carrancistas y obregonistas, que abandonarán este lugar apenas asesinado el general Zapata, en abril de 1919.

Más de diez años de lucha armada, más otros tantos de desestabilización social, harán que los terrenos que rodean el templo comiencen a ser explotados en beneficio de algún particular, que al grito de “a río revuelto ganancias de pescadores” se aposente de éste, instalando un horno para incinerar cal e iniciar la extracción del producto y su posterior traslado teniendo a lado la vía férrea para tal fin.

La calera fue propiedad del gringo William Jenkins, que a nombre de José Rodríguez Cruz la explota durante más de veinte años, tiempo en el cual amasa una de las fortunas más grandes de las que ha tenido memoria nuestra nación.

Justo en estos momentos crece su fortuna, producto de su almacenadora de materiales de construcción, que en la ciudad de Puebla establece, teniendo entradas seguras y muy baratas de la cal y de otros productos para la construcción, explotadas en este lugar. De tal manera que el templo alejado como estaba del centro de la ciudad y sin un lazó de unión o pertenencia a algún barrio de la zona, fue dejado prácticamente en manos de este personaje, producto inminente de la Revolución Mexicana, que con presiones, chantajes o compras de conciencias hará que el lugar en el futuro caiga en el olvido de la población y por tanto en desuso religioso.

Está era la primer imagen de Izúcar, que seguramente para sus pobladores pasaba desapercibida por la costumbre habituado a mirar este edificio como parte de la decoración de la estación del ferrocarril y como un lugar intocable. No sucedería lo mismo para el pasajero que quedaba impresionado por esta imagen, mucho menos si éste era un cura que tenía que venir a hacer cuadrar todas las acciones católicas anárquicas que se daban en la ciudad, y tratar de ver si se podía restaurar en algo el orden religioso del lugar.

De esta manera, El Calvario en sí mismo representaba la crisis del lugar. Esto seguramente impactó al padre Arturo Márquez, y allí mismo decidió comenzar su trabajo de reconstrucción, adoptando, desde el mismo momento en que le sería encomendada la parroquia izucarense, este templo, mostrando con ello lo que estaba dispuesto a realizar en todas y cada una de las capillas de los sitios que le habían mandado administrar.

Desalojar las bodegas de los ferrocarriles no fue gran problema, recordemos que todos los templos religiosos son propiedad de la nación, por tanto sólo hay que justificar que estén siendo mal empleados para que se restituyan a una determinada función. Lo realmente difícil sería desalojar a la calera que blanqueaba todo el lugar. Pero la decisión estaba tomada y así como se justificó la salida de la empresa de ferrocarriles también se solicitó una revisión de la empresa calera, que sin tener un sustento legal que le permitiera seguir en el sitio, calladamente abandonó la mina que había construido y dejó paso a la reconstrucción y restauración del Calvario. Ésta fue hecha siguiendo siempre las líneas arquitectónicas vigiladas por expertos del gobierno en cuestiones de arte sacro y colonial, de esta forma, prácticamente se puede afirmar que se hizo revivir al edificio y conjunto religioso.

La fachada de El Calvario es de un estilo neocolonial tardío, seguramente de inicios del siglo XIX, como lo muestran las inscripciones de instrumentos colocados en la parte superior del frente de éste. Ciertamente todos los símbolos tienen que ver con la crucifixión de Jesús durante su propio calvario, pero también muestran, como se señala con anterioridad, la posible época en que fue diseñado y construido este templo, constituido por una pequeña capilla, en donde adoran al cristo crucificado y cuentan con un sagrario, fiel guardia del templo, colocado a la izquierda de la entrada principal.

Los símbolos de la fachada son una escalera de madera, unas lanzas, tres clavos, unas pinzas, un martillo, un gallo en posición de canto, unos dados con el número 8 y una corona de espinas. Algunos de estos símbolos son los empleados por las órdenes masónicas, que a principios del siglo XIX se encontraban muy vinculadas con la iglesia católica y que seguramente habrán sido quienes construyeran el sitio.

Todo esto va a ser rescatado y restaurado en una labor iniciada en 1941 y que llevará más de veinte años de actividad por parte de padre Márquez Aguilar, apoyado por don Bernardo de la Barrera Pastor, jefe de estación del ferrocarril, que será quien costee todo el decorado del interior de El Calvario, asimismo pone cinturones de acero en las cúpulas, pues se corría el riesgo de que se derrumbaran. Esta acción es recordada en una placa al frente de la fachada de la iglesia, en la cual se le reconoce “que costeo el embellecimiento total de este templo siendo párroco del lugar D. Arturo Márquez Aguilar”, todo esto terminado en “I. de Matamoros en julio de 1960”.

Mucho del material para la reparación de éste y otros templos del lugar, fue adquirido por el cura a don Rafael Cruz, que le vendía al costo los costales de cemento y cal, y la varilla que emplearía en la reconstrucción, situación que le permitiría a don Arturo Márquez dar continuidad a todas las obras de reparación de los templos en la zona.

Estación de tren antigua de Izúcar. Foto: Archivo Izúcar 2013.
No se sabe si don Arturo influye ante el gobierno municipal, que en 1955 realizó importantes cambios en Izúcar y que cabe perfectamente agregar aquí. Se hace la obra pública hasta el momento más importante del siglo, al remodelar todo el zócalo de Izúcar de Matamoros, casi al concluir el trienio del entonces presidente municipal Carlos Rosete (1955). Se construye el kiosco del lugar, se repara el piso, se incorpora las jardineras, se erige el monumento a la bandera y se agregan 32 bancas nuevas de granito, la mitad de ellas donadas por particulares. Este mismo año se limpian los monumentos de Juárez e Hidalgo, ubicados en el costado norte de la alameda. Lo cierto es que la fiebre de renovación y reconstrucción impuesta por el párroco Márquez en el lugar, estaba siendo imitada muy bien por las autoridades civiles.

Razo Hidalgo, E. (2008). La Reconstrucción: La vida de Izúcar de Matamoros en tiempos de Arturo Márquez Aguilar. Izúcar de Matamoros, Puebla, México: H. Ayuntamiento.

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